La mitad de los niños de Gaza sufre problemas de salud mental. Los que tienen hasta quince años nunca han conocido otra vida que la del bloqueo y han pasado ya por cinco guerras. Las niñas de Gaza padecen de insomnio, dolor, miedo, epilepsia y otros casos de enfermedades físicas de origen psicológico. Son datos de la ONU, cuyos programas terapéuticos atienden cada año a ochenta y siete mil personas, menores incluidos. En total, uno de cada tres habitantes de la Franja de Gaza sufre algún tipo de trastorno. En el territorio palestino solo hay un hospital especializado en salud mental, así que los pacientes se ven obligados a convivir, sin ayuda, con sus fantasmas.
De Gaza se dice que es la mayor prisión al aire libre del mundo. Seiscientas veinte mil personas no pueden salir de la pequeña franja de tierra que bloquean Israel, Egipto y el mar. También es un manicomio, porque la razón es un torrente que se escapa cuando se le ponen límites insoportables, como los que sufre la población palestina. Khadeeja Matam, la madre de una niña de Gaza, cuenta que le cuesta ver cómo su hija se niega a salir de casa porque no sabe cuándo va a caer el próximo misil. Y crece pobre, y sin esperanza, porque en Gaza solo trabajan cuatro de cada diez. Los hombres y mujeres bomba nacen de un eterno presente sin futuro en el que los sueños de las niñas son una excentricidad.
Desde Hegel, la razón es el Estado, de ahí que a los terroristas les llamen locos: agentes de la sinrazón. Para el filósofo, la tristeza puede ser un lastre, pero no es irracional: mejor la alegría que la melancolía, decía el solitario Espinosa. La locura, sin embargo, es el reflejo de tinieblas, es el terrorismo de la razón, el sufrimiento gratuito que puede nacer de mentes maravillosas. Por eso la locura da miedo, como en ese grabado de Goya donde el sueño de la razón produce monstruos: lechuzas, murciélagos, gatos: animales, siempre dioses o demonios. El dibujo de Goya pertenece a la serie de Los Caprichos: ochenta estampas de vicios y errores, de nuestra fealdad cotidiana, del asesino dentro de mí, de extravagancias humanas, como la locura.
En el siglo XX, las nuevas máquinas para hacer la guerra y destruir el mundo fueron la ensoñación absoluta de la razón: por eso la idea de que la guerra es una locura. La nevrose de guerre, decían en Francia de los que volvían tocados de las trincheras: fueron los primeros pacientes en masa de la nueva psiquiatría, nacida con y, quizá, para la Gran Guerra. Pocos tuvieron solución. Como los que han vuelto de Irak y Afganistán, y los que volverán de Ucrania: la química, pura ciencia, tal vez les ayude a amortiguar el desastre. A los niños de Gaza, sin embargo, no les llegarán ni las pastillas. Hasta a los locos se les mide por su pedigrí, y a los de Palestina hace tiempo que se les condenó a devorarse en su propio nido del cuco.