Históricamente las diferencias humanas provocan animadversión y con ello vienen cargas de ira y estupidez. Ahora somos una creciente sociedad reflexiva consiente y cansada de nuestra ignorancia.
Los sucesos diarios de un mundo que se autodestruye por la avaricia que soporta en los imposibles de los sin nada, produce ira, pero también la estupidez de inocuas respuestas.
En la Unión Europea, humanistas y ambientalistas ahora deambulan orquestando guerras y promoviendo la venta de armas (La ministra alemana Annalena Baerbock es el mejor ejemplo), pero igual sucede con los rebeldes desposeídos y lanzados en representaciones quiméricas sembrando odio (El presidente de Ucrania Volodomyr Zelesnky es el otro ejemplo)
En la ONU, Antonio Guterrez “se horroriza” por los náufragos migrantes de la tragedia en Grecia, pero hace muy poco por los millares de ucranianos que deliberadamente son empujados a la muerte cada día.
En la OTAN, Jens Stoltenberg, llena de miedo al mundo atizando a la guerra, demoniza y vende guerra, nunca ha hablado de paz.
Por esto lados que decir, es probable que estemos tan aburridos como acostumbrados, pero no vencidos. Ahora a diario estamos sometidos a la permanente y casi normal ira que producen actos y pensamientos, pero ¿Qué tan culpables somos?
La culpa está en el desconocimiento de eventos que han trazado la destrucción del colectivo y nos presentan como sociedad enojada, recetada con pequeñas dosis de ira que no matan, pero adormecen, y eso es peor.
El orden mundial internacional nos reconoce como Estado en el que se suceden eventos en los que confiamos nuestra seguridad y posibilidad de vida. Pero son justamente esos eventos los que trazan la destrucción del colectivo y nos convierten en una sociedad enojada. Ahora somos una sociedad cansada de su ira, también de su estupidez.