El populismo es el responsable mayor de la polarización que fisura nuestras sociedades. El populismo avanza en medio del deterioro de un sistema democrático cada vez más afectado por la falta de ideas que le renueven en ejercicios de libertad y transparencia, pero sobre todo de participación.
La obsolescencia de pensamiento y liderazgo de organizaciones incluidos los partidos políticos no son consecuentes con la iluminación tecnológica y las necesidades básicas de una sociedad permeada desde ambos polos ideológicos más empeñados en desde una demagogia falsa reconfigurar del espectro político no los de izquierda y los de derecha, sino “los de arriba” y “los de abajo”.
Por siglos el mundo Occidental ha permanecido enfrascada entre la institucionalización del poder y los momentos de ruptura emocional, por ese mismo orden. Pero recién, la irrupción del populismo como forma imperiosa de exigencia política ha llevado a peligrosos desordenes conceptuales como que populismo y democracia son equivalentes, o incluso que el primero representaba una forma más “auténtica” del segundo. Esta confusión no sólo es errónea desde el conocimiento puro, es además políticamente peligrosa. El populismo no incrementa la democracia: la caricaturiza. Y si se quiere salvaguardar el espacio público como lugar de deliberación racional, participación libre y autonomía ciudadana, urge resetear el sistema y devolver el poder político a la sociedad civil.
El populismo se presenta como la voz del “pueblo”, enfrentado a una “élite”. El distanciamiento producto de demandas insatisfechas entre los de abajo y los de arriba, rompe la neutralidad y estructura el discurso populista bajo cualquier ideología. Así el pueblo con pluralidad de visiones e intereses que considera legítimos se pierde en confusiones sobre la democracia liberal.
La estrategia del discurso populista no es solo electoral, es por siempre una colonización de espacios que fomenta una lógica amigo-enemigo, conmigo o contra mí. Se impone una falsa unanimidad donde antes había debate, una supuesta moralidad absoluta donde había conflicto. La política deja así de ser un ejercicio deliberativo para convertirse en un campo de batalla emocional.