En todas las épocas hubo interpretaciones de todo tipo sobre lo que es y no es el trabajo.
La que vivimos ahora es la del uso de la tecnología digital para reforzar mecanismos de explotación y automatización de la industrialización, pero la gente está más cansada cada día.
En el verano de 2017, la soledad de un bar ingles en Tallin, fue el escenario ideal para pensar y recomponer una realidad presente también allí, en el trascurrir de la calle Pikk. Confundido y ausente de mi entorno natural que era el trabajo, notaba que la vida estaba ahí misma como en cualquier otra calle de otra ciudad del mundo. Comprendí por primera vez que estaba allí por ocio. Percibí que el trabajo era sólo un argumento conductista socialmente formateado en el que nos involucraron como única visión de vida; si bien el trabajo hace parte de la vida, no es el trabajo.
Ahora, sobreviviente de la horrible pesadilla de la pandemia que pareciera hacer su epilogo, hago ocio en un antro de la avenida Revolución en CDMX. Reafirmo que nuestra vida no está en definitiva y de manera única enriquecida por la gestión laboral, al contrario, esta ha sido impedimento para ser las personas que hemos querido ser. Asistimos a la época laboral más absurda que haya existido.
Pese a que pertenecemos a la generación de las comunicaciones y todo este embate de trasformación de la era industrial a la era digital; no hemos ganado en el sentido estricto de vida. Me viene a la cabeza una clase de economía de mi profesor Albert Zarrur y la teoría de que en algún momento sólo trabajaremos 10 horas a la semana, suficientes para comprar lo necesario para vivir. ¿Cuándo?
Desde los años ochenta como individuo actuante y de manera autómata trabajé, hice parte de esa sociedad que nos anima y obliga a depender de un trabajo remunerado y que nos pone a vivir en lugares de beneficios básicos, un modelo estándar de vida en el que la relación laboral basada en tiempo y producción gobiernan la vida. Es el oculto paso de una economía en la que se crea valor, en la que se vende tiempo y se define a las personas en términos de utilidad. ¡Horror!
La moneda, los bancos, los créditos y con ello el paso a una dominante cultura de consumo como estrategia de sostenimiento de poder, acumulación de capital, apropiación del individuo y sometimiento para su subsistencia. A eso hemos llamado de manera absurda vida.
Estudioso de la comunicación y participe de exitosos procesos de formación publicitaria, gané con infames e infinitos imaginarios artísticos en favor de esa economía que absorbe. De lado de los anti-pu, comprendí que la publicidad es el catalizador y eslabón fundamental de esa economía de consumo que alienta a crecer la necesidad de más productos, más fábricas, más gente para trabajar, en total más producción para más consumo, nada es casual.
Gobiernos y empresarios se relacionan estrechamente para crecer esa economía de consumo, rentable a sus capitales y ello requiere gran cantidad de trabajadores que no pueden negarse a trabajar porque creen que no tendrán la vida deseada, siempre ha sido así, trabajos horribles y situaciones espantosas. Al descanso laboral le acomodan actividades deportivas, sociales y de recreación que conducen a más consumo, más cansancio y más preocupación, no hay tiempo para el ocio, ellos no te lo van a dar.
Ese mundo de agobio laboral frente a nuestros valores, la supervivencia, los procesos migratorios, el colapso climático, la automatización holística y el envejecimiento, están sucediendo, todo a expensas de nuestra vida que es para vivirla y no sólo para trabajarla; que el trabajo como tal es una parte de esa vida que se merece vivir, la vida laboral no lo es todo.
Aún me sorprendo al recordar como contestaba cientos de correos al día y llegaba a casa a descansar y seguía escribiendo y hablando sin parar, ¿cuándo era suficiente? ¿Cuándo terminar ese comportamiento compulsivo y destructivo? ¿Cuándo soltar?
Hemos visto caer en la carrera de la vida, amigos y allegados, destruidos en sus sistemas nervioso y mental, sostenidos por las garras del trabajo. Nunca se atrevieron a soltar.
La pandemia del Coronavirus cambio hábitos, pero no desprendió al hombre de su trabajo, al contrario, le obligó más. La gran paradoja es que esa carrera contra el reloj de vida se aceleró y con agravantes de mayor dedicación al trabajo y menos espacio para el ocio, con ello, la deplorable violación de la intimidad.
¿A quién en el mundo le ha importado si habrá una nueva ley de protección laboral en casa? Como trabajador el individuo siguió mirando en la perspectiva laboral del dinero, sigue convencido que la vida es el trabajo y que su salario es lo que lo hace feliz.
Millones de trabajadores compran lo que otros millones fabrican, al comienzo parecía una buena idea porque todos trabajan, todos ganan dinero y todos se compran cosas entre sí, pero ello ha llevado a un frenesí de tenencia que hace que todos estén descontentos porque ninguna compra aporta realmente a la satisfacción interior, no se disfruta porque se hace competencia, siempre quieren más y más, nunca va a parar.
El ocio como el trabajo exige disciplina y dedicación, a diferencia del trabajo, el ocio conduce a una liberación voluntaria del desarrollo físico, espiritual y mental. Hace siete años solté, me retiré y aprendí a vivir viendo ahogarse a otros, incluso a mis propios jefes, arrugados y neurasténicos, con suficiente dinero para comprar la vida que no la venden.
El ocio es de tal importancia que no habrá un robot capaz de sustituirle como si a todos las otras actividades y trabajos del mundo. A nadie debiera importarle lo que la gente hace, saber porque la gente hace lo que hace sí, que el trabajo sea el ingreso de sostenimiento y no su obsesión.
Aprendemos cada día del placer de una relación más íntima con la vida para una vida con sentido. Ahora, leo para aprender a escribir y sin el terror del remplazo tecnológico. Pero una cerveza en un bar de cualquier ciudad siempre será mi descubierto momento para el ocio. ¡Te invito!