Las consecuencias de un estrés reactivo generalizado
Quizá no estén estudiándose con suficiente atención las consecuencias de una estrés reactivo generalizado que se cierne sobre todos nosotros con una u otra intensidad con arreglo a nuestras circunstancias
Procuramos atender a las consecuencias pasadas, presentes y futuras del covid-19. A las víctimas mortales contabilizadas hay que sumar muchos otros afectados de diversa índole. Nos inquietan las incidencias económicas y laborales de la pandemia. Pero hay otro efecto colateral que promete ser duradero y también podría marcar nuestro destino a medio plazo. Se trata de nuestra salud mental, del coste psicológico de una pandemia que también parece causar incluso daños neurológicos.
Abordando el tema desde una perspectiva filosófica, frente a la fatiga de un estrés tan prolongado en el tiempo, cabe adaptar la tercera de las célebres cuestiones kantianas y preguntarnos: ¿qué nos es lícito esperar? a este respecto.
Algunos corolarios psicológicos del covid-19 resultan evidentes. La muerte de un familiar al que ni siquiera se ha podido despedir, suicidios que pueden haberse visto desencadenados por esta situación tan excepcional, brotes psicóticos latentes que han aflorado al socaire del confinamiento, ver comprometido el trabajo y con ello la subsistencia, o la convivencia forzosa sin los paréntesis de costumbre, son efectos absolutamente indiscutibles.
Sin embargo, quizá no estén estudiándose con suficiente atención las consecuencias de una estrés reactivo generalizado que se cierne sobre todos nosotros con una u otra intensidad con arreglo a nuestras circunstancias. Esta incidencia es tan sutil como soterrada e insidiosa, pero sus efectos pueden ser duraderos y suponer un punto de inflexión histórico que afecte a varias generaciones.
Ciñéndonos a la época moderna, tras la Primera Guerra Mundial se acuña el término neurosis de guerra. Hubo soldados que, pese a no estar tullidos ni mutilados, ni haber sufrido graves heridas físicas, manifestaban inhabilitantes desequilibrios nerviosos. Desde la Segunda Guerra Mundial,
este fenómeno afecta por igual a los civiles, dado que se bombardean ciudades al margen de su valor estratégico.
Entre ambas guerras mundiales, los años veinte fueron llamados felices y locos porque, al margen de las vicisitudes económicas, ante todo la gente anhelaba pasárselo bien, como simboliza la película Cabaret. El espíritu del existencialismo se propaga en la Francia de posguerra dando lugar a pensadores tan carismáticos como Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoire. Los movimientos pacifistas y libertarios proliferan tras la guerra de Vietnam. Así las cosas cabe preguntarse qué tipo de filosofía y pensamiento se darán al estabilizarse los embates de la pandemia.
Se hacen paralelismos con otras épocas históricas en las que hubo epidemias de larga duración y resulta provechoso tener en cuenta esas experiencias. La Peste Antonina pasa por ser la primera pandemia global y la denominada Gripe Española supone un claro antecedente del proceso actual. En otros momentos el mundo se ve afectado por enfermedades como la viruela, que mató en pocos días a varios Delfines de Francia e hizo que la corona de Luis XIV recayera en su segundo bisnieto.
Aprender a convivir con la incertidumbre
La diferencia es que ahora nos creíamos más prepotentes y no sabemos convivir con esa incertidumbre, porque habíamos delegado nuestras competencias en los avances científicos y no entendemos cómo no hay medicamentos o vacunas efectivos disponibles desde un primer momento. Esta perplejidad abona el terreno a pérfidos negacionismos que logran enredar aún más las cosas con los coronabulos y la infodemia.
¿No debería pertrecharse a la población en general con un bagaje filosófico y moral que les permita analizar esta singular situación para poder afrontarla como nos muestra, verbigracia, el talante propio del estoicismo? Con arreglo a las enseñanzas del programa ilustrado nos corresponde obrar autónoma y co-responsablemente, para sentirnos útiles al cuidarnos e intentar no dañar a los demás.
Como no hay futuro sin pasado, es hora de volver a nuestras mejores tradiciones clásicas e ilustradas para encontrar las recetas ético-filosóficas que nos permitan afrontar una situación tan inédita como inesperada. Pero no debemos confiar en que su solución nos llueva del cielo dispensada por los taumaturgos de turno.
Imitemos por un momento a Rousseau o a Freud y estudiemos al ser humano con quien más tratamos, nosotros mismos, para hacer un jercicio de introspección y generalizarlo de modo filogenético. Así lo hicieron los dos autores citados, uno en el ámbito socio-político y otro al sondear el universo de cuanto reposa bajo nuestra consciencia. Este sencillo experimento mental tiene sus ventajas, pues cualquiera puede hacerlo y el comparar unos con otros resultaría tan complementario como esa curiosa e instructiva serie de fotografías que Robert Doisneau titula La mirada oblicua.
Pongamos el caso de algunos privilegiados que no van a ver mermado su patrimonio ni tampoco sus ingresos. Imaginemos que sus residencias disponen hasta de un pequeño jardín. Que pueden deambular gratamente por los alrededores y no padecen desabastecimiento alguno. Además tienen una edad que les hace desdeñar acudir a festejos multitudinarios y les basta con tratar al vecindario.
Pues bien, incluso este pequeño grupo ajeno a los problemas del hambre y el desahucio, el cuidado de personas dependientes o menores a su cargo u otras mil cosas de tal jaez, se verán afectados psicológicamente por un horizonte que carece de una fecha orientativa para poder pasar página. Esta depresión de baja intensidad, por decirlo así, no será nada comparada con aquellas otras depresiones cuyo alto voltaje y graduación dependan del progresivo deterioro de la circunstancias vitales.
Lo que se ha dado en llamar nueva normalidad ha resultado un fiasco. Nada es como antes por mucho que lo pretendamos. Como mínimo hay miedo a coger un avión, a padecer una cuarentena o sucesivos confinamientos. Nuestra libertad se ve lógicamente restringida, porque no atenerse a esas restricciones acarrea funestas consecuencias, pero todo eso va dejando su poso e impronta en el ánimo de los casos menos perjudicados.
Hay que ocuparse del desastre financiero, pero no deberíamos obviar otro tipo de bancarrota, la emocional. No saber si los niños podrán ir al colegio con regularidad ni cómo se impartirá la docencia universitaria causa zozobra social. ¿Se sabrá regular el trabajo no presencial sin menoscabo de los derechos laborales? ¿Cabrá mantener el ingreso mínimo vital para todo aquel que lo precise? ¿Podrán seguir adelante los pequeños negocios? ¿Corren malos tiempos para envejecer? ¿Qué trato dispensaremos a nuestros ancianos?
Todas estas interrogantes y muchas más de porte similar abren los informativos cada día. Todos tememos que nuestros preparativos para hipotéticas oleadas de contagios masivos resulten insuficientes. Necesitamos legiones de psicólogos que puedan asesorarnos en este trance cuya duración desconocemos.
Hay que prevenir también una hipotética bancarrota emocional. El desequilibrio psicológico es tan contagioso como los virus. Recurramos a las profilaxis que resulten más oportunas. Esa Gran Depresión psicológica masiva puede ser devastadora. Las contramedidas posibles cubren un amplio registro, como por ejemplo congelar el cambio de hora en este contexto, para eludir que los relojes adelanten el anochecer y esto tenga una incidencia negativa en el ánimo de la población según manifiestan muchas encuestas.
Al comienzo del confinamiento algunos abrigamos grandes esperanzas relativas a posibles cambios estructurales que posibilitaran un orden social más justo y sostenible. Parecía buen momento para extraer lecciones positivas de una crisis que había enfatizado nuestra fragilidad e interdependencia. Sin embargo, las inercias institucionales parecen imponerse de nuevo, salvo alguna excepción matizable como la del reciente acuerdo europeo. A nuestro alcance queda el cambiar de costumbres para eludir un colapso emocional que propicie una bancarrota psicológica. Hay que cuidar la psique tanto como el cuerpo, con arreglo al bien conocido adagio latino.
La falta de contacto físico y la carencia de caricias no ayudan a mantener alto el ánimo. Corremos el peligro de robotizarnos aún más y menoscabar nuestra ya maltrecha empatía. Necesitamos una nueva educación sentimental para encarar el periodo posterior a la pandemia del fatídico año 2020.Falta saber si necesitaremos añadir un epílogo a la Historia de la locura de Michel Foucault. Pero Ana Meléndez Vivó tiene pendiente un apéndice a su magnífica tesis doctoral El concepto de trauma: Del campo psicoanalítico a la semántica histórica, como se le aconsejó durante una defensa telemática impuesta por el entonces recién instaurado estado de alarma. Pues conviene analizar el significado histórico del presente trauma colectivo.
Se diría que afrontamos el amanecer de una nueva época cuyo signo dependerá de nosotros. Averigüemos cómo encajar del mejor modo posible las piezas de tan endiablado puzzle para que todo vaya sobre ruedas. Porque, pese a todo, los auténticos guionistas de nuestro destino comunitario somos nosotros mismos..
Roberto R. Aramayo, Profesor de Investigación IFS-CSIC (GI TcP). Historiador de las ideas morales y políticas.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.