Tras 30 días de guerra la avanzada rusa es evidente, las cifras de víctimas mortales, heridos y desplazados son incalculables/ ha empezado a funcionar el programa «Atención al Vecino» por parte del gobierno ruso, que suma a la ayuda humanitaria en una fila que se extiende por más de un kilómetro.
Al lugar de asistencia viene gente de las zonas cercanas. El territorio está controlado por las milicias que apoyan a las tropas rusas y es relativamente seguro, está cerca del super mercado METRO, el lugar de entrega de ayudas. Aunque las explosiones se escuchan muy cerca, la gente camina por las rotas calles.
Adentrados en la ciudad, el ruido es mayor, es el ruido de la batalla, el ruido de la sobrevivencia y el ruido de la muerte. Cada vez se siente más fuerte, las explosiones se escuchan más cerca. Suenan claramente el silbido de minas voladoras y ráfagas automáticas. “Es incluso más o menos aquí”, dice el residente y miliciano de la zona sur de Mariúpol, Andréi. “aquí hay un cruce más abajo, al que es mejor no ir. Hay una guerra real”.
Caminamos tercamente en medio de escombros, calles húmedas y destruidas, huele intensamente a querosene y a aceite quemado, también hay un olor pestilente e indescifrable que quema la nariz. Confesado, nunca vimos ni en sospecha que los edificios de gran altura con paneles pudieran arder con tanta fuerza. Al costado de la carretera, un tractor arrugado, como una plastilina, en la curva, un trolebús acribillado con ruedas espichadas. Adelante y en cada cuadra coches aplastados y huellas del paso de tanques de guerra, hay pedazos de todo, suciedad, chatarra y ese olor que cada vez tiene nuevos ingredientes nauseabundos, debe ser el real olor de la muerte.
Una bicicleta tirada en la calle pareciera por años en abandono, fijar la mirada es encontrar desecho de ollas, pedazos de cobijas, muebles de casa, juguetes, un pedazo de letrero de una tienda de abrigos, una antigua carcasa de lo que suponemos fue una cámara de fotografía kodak, tanta historia que alguien quiso inmortalizar, ahora está sin rollo, está vacía, está muerta y el lugar de su testimonio desconocido.
Más adelante otro coche partido por mitad, quisimos estar más cerca, pero resulta peligroso, apenas se reconoce su color blanco. ¿Cuánta gente paseó allí e ilusiones cargó?, ahora está ausente, extraviado como sus infortunados dueños.
Una gran residencia y lo que pudieron ser sus amplios jardines y ventanas grandes entreabiertas, “parece estar desocupada, de lo contrario estarían cerradas” dice Andréi, tiene razón, el clima es muy frio, llueve y cae nieve casi siempre, pero no se puede evadir la sensación de saber más, tantas historias tras sus torcidas paredes y sus roídas cortinas. He ahí otro lugar que guardó ilusiones y sueños, celebraciones junto a felices llegadas y tristes retornos.
Ya no se ven niños, muy poca gente joven, sólo adultos que parecen deambular esperando nada, tal vez viven cerca, aún tiene la formalidad de saludar. Los escasos vehículos transitan lento y con permisos visibles, no hemos visto aún un carro de guerra no es fácil entender como llegan las municiones y alimento a los frentes que están ahora kilómetros adelante. A su paso todo va quedando cerrado, saqueado y destruido. No habría porque estar aquí.
Junto a una iglesia con sus imágenes de adoración, desde el marco de entrada sin puertas, caídas por efecto de una onda expansiva, su interior parece a conservado, pero su fachada está llena de impactos que volaron tras la explosión que tumbo las puertas. No hay misa, pero la gente acude a hacer oración en busca algún consuelo, tienen fe. Los sacerdotes están ahora ayudando a evacuar a la gente de la ciudad.
Dos cuadras adelante un cementerio con tumbas recientes, ciudadanos que cambiaron su sitio de residencia por culpa de la guerra, la misma que intuyeron siempre y en la que fueron incluidos de manera perversa e inocente. «Para los ucranianos que están fuera del país y con comodidades en las ciudades, les es fácil decir que defendamos con heroísmo la patria, pero nunca vendrán por acá, jamás sabrán lo que es la guerra, no van a compartir este cementerio”, Dice una muy adulta residente del lugar, se llama Svetlana Tkachenko.
Algunos residentes en el extranjero, movidos por el amor y el odio se ofrecen y viene a los frentes en acciones humanitarias, con un valor insuficiente reciben armas que no saben usar. Unos días prueban ayudando en centros humanitarios, pero el horror es ilimitado, pronto dejan tirado su armamento, el miedo les hará volver a la lejana comodidad de su vida. Está es una guerra para los más pobres.
Otra mujer que ha hecho su oración y va en busca de algún alimento para su familia que está refugiada en su propia residencia y de la que no van a salir sencillamente porque no tiene a donde ir, tendrá que hacer una larga fila de hasta 10 cuadras para recibir algo de comida, «Allí, en casa el mayor peligro son los asaltantes”.
“Estas eran personas de casas vecinas. Es cierto que no hay nada para hacer lápidas o tabletas e inscripciones”, dice Tatyana kovalenko, una mujer que vive en el sótano de su casa, que es frio y húmedo. “Pronto vamos a enfermar y morir, seremos enterrados en nuestros propios patios”, y es que hay muchas residencias con entierros y cadáveres, no se sabe si son eran familiares o vecinos, quizás tropas enemigas, eran son sólo hombres y mujeres que tuvieron aquí su final” dice.
Las calles de Maripúol tiene una vida de muerte, no cesan los ruidos y las sirenas de ambulancia, una ligera llovizna fastidia mientras un osado caminante insiste, “el bulevar Shevchenko es también una zona de tumbas abiertas”
Al terminar el largo boulevard está el hospital regional de cuidados intensivos” a este lugar se trae ayuda humanitaria, médicos y enfermeras permanecen allí sirviendo, «sólo queremos trabajar, la ayuda es insuficiente y las enfermedades nos van a afectar, no hay servicios básicos en la ciudad y los medicamentos ahora vienen de Donetsk, junto a personal ruso de médicos y enfermeros, con ellos ofrecemos toda la atención posible, hacemos cirugías, vendajes, damos a luz y, un montón de trabajo» dice un joven médico.
“Nos cansamos, por supuesto, ahora se atiende a muchos heridos, unas 30 personas al día. Heridas de metralla, lesiones faciales, miembros amputados. Lo peor es cuando traen niños pequeños con los brazos arrancados.» dice la religiosa Anna.
En todas partes, en cualquier rincón el olor que ahora hemos definido como el de la muerte, no cesa. “Aquí hay muchos cadáveres, algunos se entierran en el patio del hospital, pero no hay tiempo para hacerlo con todos” dice Anna
En las escaleras de entre pisos hay rayas de sangre que han salido por las puertas de las salas de urgencia y cirugía. Un piso más arriba, alguien busca a un familiar, otro médico explica que el paciente fue llevado a Donetsk en una ambulancia.
Sobre la terraza del hospital en el sexto piso, quizás mi rostro sea el del hombrecillo que Edvard Münch inmortalizo en su obra «el grito» y que por años nos ha fascinado hasta llevarlo en todo tipo de prendas, si algún día creímos encontrar en la realidad esa expresión de arte, aquí estaba. Es imposible retener el llanto. Aquí no vale nada y vale todo, la vida misma sí, pero no su riqueza vana, aquí esta desnuda la estupidez del ser.
Parados en la azotea con la panorámica en los cuatro frentes, no cesa un sentimiento de culpa, la vista perdida en el oscuro horizonte, negras columnas de humo alzadas al cielo, arboles sin color y sin oxígeno, caminantes sin rumbo…
Unas cuadras adelante quisimos ver más, fue imposible y también de imaginar, pero acaso ¿habrá algo peor? Sí, el horror no tiene límite, en el centro de la ciudad aún la resistencia tiene municiones y se atrinchera, están rodeados, sin agua, sin luz ni asistencia médica, pronto el hambre hará estragos y van a entregarse, van a morir y aun así la guerra no terminará.