Drásticos cambios obligan a salvaguardar nuestra salud atentando las rutinas vitales y cotidianas, un precio alto en busca de mas afectividad emocional
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Se modifican nuestros comportamientos en todas sus manifestaciones, desde las más frívolas y prescindibles a las más trascendentes y relevantes, aquellas que más nos definen como seres humanos.
El covid-19 nos emociona continuamente. Con frecuencia nos sobrevienen las lágrimas al contemplar el comportamiento de nuestros congéneres. Eso sí, de forma muy distinta, porque asistimos a dos tipos de actitudes completamente antagónicas
Por una parte, están los comportamientos altruistas manifestados masiva y constantemente por profesionales sanitarios, profesores, militares o policías. Por otro, los abiertamente insolidarios y que rayan, en más de una ocasión, en la estupidez.
¿Las aglomeraciones, sin distancias ni mascarillas, actos inconscientemente temerarios propios de la juventud? ¿O, por el contrario, son comportamientos mezquinos fruto de saberse relativamente inmunes a la enfermedad?
Si se trata de lo primero, tendremos que asumirlo como si fuera un acné de la conducta (algo un tanto repulsivo pero que se pasa con la edad). Si es lo segundo, estamos ante un comportamiento voluntariamente insolidario. No obstante, a la hora de reprobarlo habría que hacer un ejercicio comparativo y asumir que, de alguna manera y a su modo, los jóvenes ignoran a las poblaciones más vulnerables de forma dolorosamente paralela a cómo lo han hecho nuestras administraciones públicas.
El abandono sufrido por nuestros ancianos enfermos en las residencias, a quienes se les negó su derecho a traslados y cuidados hospitalarios, es un acto claramente insolidario, independientemente de colores políticos y otras patéticas excusas.
La solidaridad y la evolución humana
Somos muchos los que nos hemos escandalizado ante la despiadada marginación sufrida por nuestros mayores infectados por SARS-CoV-2. Pero no se trata aquí de manifestar nuestra opinión (que lo acabamos de hacer y de forma rotunda) sino de apostar por la utilidad evolutiva de la solidaridad, una de las mejores bazas jugadas por el Homo sapiens para luchar por su supervivencia.
En épocas más remotas de la humanidad, los ancianos eran considerados como población VIP (en muchas culturas orientales sigue siendo así). La fuente de sabiduría y cohesión social que suponen, los hacían merecedores de esfuerzos y cuidados especiales. Ello, muy posiblemente, fue la razón por la que hoy estamos en el mundo (tanto los solidarios como los egoístas).
¿Tienen los comportamientos solidarios una base genética?
¿La selección natural también ha suprimido nuestros comportamientos agresivos frente a los extraños? En Inglaterra se ha documentado una reducción gradual en la tasa de homicidios para los varones desde el 0,3 por mil a inicios del siglo XIII al 0,01 por mil a comienzos del XIX. Estos datos, incluso los de la Baja Edad Media, son muy inferiores al nivel de violencia personal observado en las sociedades modernas de cazadores-recolectores nómadas.
Sin ir más lejos, en el pueblo Aché de Paraguay se producen 15 asesinatos por cada mil hombres. Según Nicholas Wade, esto sugiere que la sedentarización de las poblaciones ha contribuido a transformar grupos sociales violentos e indisciplinados en núcleos solidarios y productivos, lo que necesariamente ha traído consigo la represión de los comportamientos agresivos.
La labor de la educación sobre los genes violentos
Identificar los genes implicados en los comportamientos solidarios/egoístas es complejo. Un posible candidato a “gen de la violencia” es el MAOA, localizado en el cromosoma sexual X. Codifica la enzima monoamina oxidasa A, que interviene en el metabolismo de ciertos neurotransmisores. El gen tiene dos variantes principales (alelos), la de baja y la de alta actividad. Hay autores que han asociado el alelo de baja actividad, que da como resultado una deficiencia de esta enzima, con las conductas antisociales en la adolescencia.
Ahora bien, una cosa es saber que hay genes implicados en determinar el comportamiento de los individuos y otra, muy distinta, es establecer qué interacciones muestran con otros genes y cuál es el papel que juega el ambiente modulando, en mayor o menor medida, su expresión. Afortunadamente para la humanidad, el ser o no violento no depende sólo de poseer uno u otro alelo.
Los resultados indicaron que, entre los varones que habían sido maltratados de niños, los portadores del alelo malo, eran más propensos a mostrar comportamientos antisociales que los que llevaban el alelo bueno. En cambio, entre los sujetos que tuvieron una infancia feliz no se encontraron diferencias significativas, lo que indica que la expresión del gen tiene un fuerte componente ambiental.
Podemos, pues, ser optimistas: la genética de los individuos supone una predisposición conductual que, aunque innegable, se puede “domesticar” ambientalmente. La respuesta ciudadana a la pandemia del covid-19, mayoritariamente solidaria, invita a la esperanza. Y con los insolidarios, mucha educación y buenos ejemplos (especialmente por parte de nuestros políticos).
A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga y Paul Palmqvist Barrena, Catedrático de Paleontología, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.