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BARCELONA — El fútbol reina: es la religión con más creyentes del planeta, más misas, más cepillo, más sumos sacerdotes —más dioses, incluso, y diosecitos—. Y es probable que su secreto principal no sea lo que es sino lo que parece.
Por Martín Caparrós
Lo brillante del fútbol es que parece un conflicto entre manadas de gente, eso que antes llamábamos tribus y hoy naciones. Se forman hordas, se revolean banderas, se recuerdan agravios, se amenaza pelea y después 22 muchachos se encierran en un césped y, alrededor, más cerca o más lejos, millones gritan y se gritan a partir de lo que hacen esos 22 y, según se da esa danza, se sienten triunfadores o derrotados o empatados incluso, que es una sensación rara. Pero sienten, sobre todo, que han participado de un conflicto y lo viven y lo cuentan y lo desean y lo temen: arman vidas alrededor de esos combates que no fueron, que no pueden ser. Es el triunfo del como sí: la genialidad de desviar toda esa necesidad de pertenencia y de combate a algo perfectamente inocuo. Que Peñarol o Nacional salgan campeones, que gane el United o el City, que River Plate descienda a segunda o Messi no sea campeón del mundo no cambia la realidad ni un ápice, agota esa energía sin mayor consecuencia.
El negocio funciona. El Barcelona-Real Madrid es el partido más celebrado, más comentado, más esperado: mejor vendido de estos tiempos. No hay espectáculo en vivo en el mundo mundial que atraiga a tanta gente: esta noche —esta tarde, esta mañana— cientos de millones miran este partido. Y eso multiplica, por supuesto, la ansiedad contemporánea clásica: qué les puedo vender a todos esos. Grandes marcas pagan fortunas para mostrarle a ese público multimillonario los productos que ofrecen —y hacen del fútbol el mayor despilfarro del mundo actual—; hoy, unos cuantos miles de militantes trataron de aprovechar gratis ese mismo mecanismo: usar el fútbol para hacer conocer eso que ofrecen.
Su meta, dicen, es la independencia de Cataluña; su reclamo central, ahora mismo, la libertad de sus líderes presos —que ellos consideran presos políticos y el gobierno español, políticos presos—. Su organización se llama Tsunami Democràtic, funciona muy misteriosamente con el programa informático que pusieron a punto los rebeldes de Hong-Kong y ya consiguió un par de éxitos sonados: su movilización bloqueó, por ejemplo, durante horas el aeropuerto de Barcelona.
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Durante el partido entre el Barcelona y el Real Madrid, algunos asistentes alzaron pancartas en las que se leía: “España, siéntate y habla”.Credit…Albert Gea/Reuters
No pasó casi nada. Antes del partido muchos miles sacaron y exhibieron una cinta de papel azul que decía Spain, sit and talk —porque parece que en Madrid hablan inglés, o quizá porque no le hablaban a Madrid—. Y cantaron durante dos minutos “independencia” y “libertad a los presos políticos” y después se dedicaron a mirar el partido. Nunca tantos amenazaron tanto, hicieron tan poco y consiguieron tanto; es un modelo que debería ser imitado.
En términos publicitarios —y qué es la política en la oposición sino publicidad glorificada— la amenaza es un arma casi perfecta. Hay que conseguir, con el esfuerzo de acciones anteriores, que sea creíble: entonces, sí, se logra mucho sin hacer casi nada, sin los peligros que cualquier acción supone. El modelo del simulacro, que de nuevo funcionó perfecto: el mundo habló de los indepes.
Y después, además, hubo un partido: fue moderadamente malo —que es casi peor que ser desesperantemente malo—. Ahora el Barcelona cree lo que creyó el Madrid durante tantos años: que para ganar partidos de fútbol no es necesario jugar al fútbol sino tener dos o tres superdotados que, media docena de veces por partido, corran y gocen y consigan los dos o tres goles necesarios para seguir ganando. El equipo que tuvo el mejor medio campo de la historia no tiene medio campo. Ya no elaboran, no construyen; pretenden que todo sea improvisación y raptos personales. Cuando todo depende de uno o dos señores, alcanza con que no estén muy bien para que todo esté muy mal.
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Lionel Messi, capitán del Barcelona, durante el partido del 18 de noviembre contra el MadridCredit…Sergio Pérez/Reuters
El Madrid, mientras, juega más en bloque: todos juntos atrás defendiendo y presionando, casi todos juntos adelante. No tocaba bonito pero tiraba centros al área que traían zozobra y desazón, fracciones de goles que no lograban ser enteras porque le falta calidad delantera: Bale podría estar en cualquier otro campo —de golf—, Benzema se entristece y se desarma. Si hubiera tenido a Messi —o incluso a Cristiano— habría terminado el primer tiempo ganando dos a cero.
Entre la incapacidad del Madrid para dar la última puntada y la del Barcelona para empezar a coser el juego podrían haber seguido días y días sin meterse un gol. La única esperanza era Messi y su visión de mosca, pero no hubo manera de que él mismo recibiera los pases que lanzaba, así que todos terminaron en nada y todo se acabó sin ningún gol. Fue otro simulacro: una simulación de aquel partido que, en las dos últimas décadas, supo volverse el gran clásico mundial.
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Un manifestante ondea la bandera de Cataluña en las afueras del Camp Nou después del final del clásico entre el Barcelona y el Madrid.Credit…Andreu Dalmau/EPA vía Shutterstock
El Camp Nou, como siempre, se vació muy rápido. Más tarde, en las calles vecinas, algunos manifestantes del Tsunami se pelearon con la policía: unas corridas, unos contenedores incendiados para los fotógrafos. El simulacro necesita estas escaramuzas para seguir siendo creíble; el fútbol, supongo, también las necesitaría.
Martín Caparrós (@martin_caparros) es periodista y novelista. Su libro más reciente es la novela Todo por la patria. Nació en Buenos Aires, vive en Madrid y es profesor at-large en Cornell y colaborador regular de The New York Times.