William McKinley, dos veces presidente y abatido por una bala en 1901, ha sido refrendado por Donald Trump desde su segunda asistencia a la casa Blanca. Trump elogia a McKinley por haber hecho “muy rico a nuestro país a través de aranceles y talento” y prometió devolver el nombre de McKinley al pico más alto de América del Norte, “donde pertenece”. Pero olvidan los estadounidenses al poderoso gestor de American First, el republicano Thomas B. Reed.
Trump quisiera emular más que cualquier lógica el historial de McKinley en materia de aranceles y comercio con la diferencia de una visión más imperialista. Dinamarca, Panamá, Canadá, Gaza, Europa y vendrán más.
Terminando el siglo XVIII el EE.UU. de McKinley asomaba como potencia global sin convencer y algunos de sus ilustres hombres antimperialistas y descendientes casi siempre de migrantes europeos, impusieron su voz y su pensamiento desde su conocimiento, Mark Twain, “Me opongo a que el águila ponga sus garras en cualquier otra tierra” o el político y profesor Henry Adams, que pensaba que “nuestra excursión a Filipinas” era “un comienzo en falso en la dirección equivocada y que es más probable que embote nuestras energías que las guíe”. Pero esas objeciones no cesaron el establishment de Washington en busca de monstruos que destruir.
La fiebre imperial de la época, enmarcada en un subproducto de las nuevas teorías de superioridad naval y las nociones darwinianas de superioridad racial, que expresó en el texto La carga del hombre blanco (1899) Rudyard Kipling, describía a los filipinos nativos como “pueblos recién llegados, hoscos, mitad diablo y mitad niño”.
Entonces aparece la figura de Thomas B. Reed, un republicano de Maine intelectual dominante se oponía “inevitablemente a la expansión y todo lo que implicaba”. Creía que “la grandeza estadounidense se encontraba en el interior del país y se debía alcanzar mejorando las condiciones de vida”, en lugar de embarcarse en aventuras en Venezuela o Cuba y otros lugares que cedieron como Final del formularioHawái, Filipinas (por 20 millones de dólares), Puerto Rico y Guam.
La simbología de protagonismo y deseo intervencionista e imperialista se expresan hasta hoy, lo vemos en cientos de miles de autos que ruedan por todo EE. UU. con banderitas amarillas y azules, diría antes que, en función de apoyo, si con el deseo ferviente de conquistar.
Una política exterior que priorice a Estados Unidos, bien entendida, es aquella que evita las conquistas imperialistas. Reed lo sabía intuitivamente, pero al final perdió el debate ante McKinley, Roosevelt y sus partidarios expansionistas. A la muerte de Redd el 6 de diciembre de 1902, su sucesor, Joe Cannon, lo elogió por tener «el intelecto más fuerte y el mayor coraje de cualquier hombre en la vida pública que haya conocido». Hoy, sin embargo, Reed es el fundador injustamente olvidado de America First.