Nací, crecí y viví la mitad de mi vida en Kiev, y a pesar de haber estado tanto tiempo fuera, nunca dejé de sentir mi tierra. En estos dos años hay algo que se escapa frecuentemente de la dramática explosión mundial de noticias sin contexto, y es que hace poco más de 30 años, Ucrania como idea de país independiente no existía en el imaginario de la gran mayoría de sus habitantes.
El proyecto de la «independencia» de Ucrania fue abrazado y promovido por los medios occidentales que ya dominaban a la URSS con el único objetivo de destruirla y dividir a un pueblo con la misma identidad cultural, los mismos valores y la misma memoria. Entre los habitantes de las costas y las sierras de los países andinos de América hay muchísimo más diferencia cultural y étnica que entre la mayoría de los rusos y ucranianos en su cotidianidad de siglos y siglos de historia conjunta. La gran diversidad de regiones dentro de Ucrania era parte de su gran riqueza, y esa riqueza consistía no solo en la variedad de ritmos musicales, dialectos y paisajes, sino también en la de credos religiosos e ideas políticas.
En los años soviéticos, a todos los escolares ucranianos nos obligaron a estudiar la lengua y literatura ucranianas, aunque casi todos en Kiev habláramos siempre en ruso, como he contado tantas veces. Es por eso que ahora, cuando el gobierno alemán toma la nueva brillante decisión seguramente para salvar al régimen de Zelensky de una inminente derrota política y militar y ordena cambiar en sus nuevos mapas el nombre de la capital ucraniana de Kiew a Kyjiw, para muchos seguramente será una gran sorpresa enterarse de que la gran mayoría de los habitantes de Ucrania, ucranianos, rusos y varios otros, teníamos como idioma natal el ruso, y amando el idioma y las bellas canciones ucranianas, sin duda formamos parte de la cultura rusa.
Si no nos dejamos guiar por las mentiras de Wikipedia, con sus cifras del «idioma natal de los ucranianos» (en las encuestas no se explicaba el concepto de «idioma natal» y la mayoría de personas con idioma natal ruso indicaban «ucraniano» como el idioma del nombre de su República, aunque en su región sus habitantes nunca lo hablaron), en las cuatro principales ciudades de Ucrania, con más de un millón de habitantes cada una, Kiev, Járkov, Odesa y Dnepr (ex Dnepropetrovsk, antes de que los patriotas ucranianos hace un par de años le cercenaron la parte de «Petrovsk» (que recordaba que esta ciudad fue fundada por la emperatriz rusa Catalina II y que era Yekaterinoslavl, y que en 1926 fue renombrada en honor del revolucionario soviético Grigory Petrovsky) TODOS sus habitantes SIEMPRE hablaron ruso.
En una poco conocida investigación norteamericana de Gallup International Association, de 2007, un 83 % de los habitantes de Ucrania prefirió el idioma ruso para llenar los cuestionarios de las encuestas, lo que quiere decir que lo entendían mejor y que les era más natural. En el 2015, un 59,6 % de las páginas web ucranianas estaban en ruso y en 2020, a pesar de los años de rusofobia oficializada y de «ucranianización» forzada en el país, las búsquedas de Google desde Ucrania en ruso eran 8 veces más frecuentes que en ucraniano. En el 2022, la agencia ucraniana de estadísticas Serpstat nos entregó datos similares, que un 74 % de las búsquedas de Google se hacían en ruso y un 26 %, en ucraniano.
Creo que es importante conocer estos datos para poder analizar lo que pasó a partir del 24 de febrero del 2022, un hecho presentado por el coro unánime de medios occidentales como «La agresión de Rusia contra un país soberano», refiriéndose a un «país soberano» que hacía 10 años, bajo el golpe de Maidán, había perdido cualquier resto de su soberanía. Los mismos medios no dudaron en llamar a esto «Revolución de la Dignidad». Más allá de las voces de una u otra propaganda, naturales e inevitables en cualquier conflicto armado, no podemos dejar de señalar que este tiene en específico todas las características de una guerra civil. Lo especialmente doloroso es que los adversarios en el campo de batalla se reconocen el uno en el otro, saben interpretar cada palabra, mirada o gesto del otro. Desde niños escucharon los mismos cantos, grupos musicales, se criaron con los mismos libros y las mismas películas, comparten el mismo imaginario. Este es justamente el escenario que durante décadas buscó Occidente: enfrentar con las armas al pueblo de los herederos de la tradición humanista rusa y de la socialista soviética para que, de una vez y para siempre, se destruyera cualquier posibilidad del resurgimiento de la gran fuerza de nuestros pueblos, la que en el siglo pasado le puso freno al fascismo hitleriano.
En estos días, cuando se cumplen los dos años del inicio de la operación militar rusa, muchas personas en Ucrania, con su conciencia infantil, que no está nublada por la búsqueda de relaciones causa-efecto, escribirán su principal veredicto «¡No perdonaremos!». Después seguramente añadirán que esto no es el resultado de la propaganda televisiva, sino de lo que ven por la ventana. El problema está en que la realidad no se puede ver ni por la televisión ni por la ventana, porque no es una foto, sino parte de un mundo en movimiento. Comprender no es lo mismo que registrar los hechos. Se trata de una tragedia de la que algunos se dieron cuenta demasiado tarde, hace solo dos años, cuando las explosiones sonaron por primera vez para ellos y no por la televisión. Para los habitantes de Donbass, esta guerra lleva ya 10 años, y a diferencia de la otra, nunca le importó a nadie en el «mundo civilizado».
¿Quién en Ucrania todavía en 2003 se dio cuenta de que Ucrania participó del lado de EE.UU. en la invasión de Irak? ¿Quién escuchó «no perdonaremos» a los millones de víctimas iraquíes cuyas ciudades fueron arrasadas por la aviación de la OTAN, sin escándalos mediáticos mundiales y sin una sola sanción contra el agresor, con su hogar a decenas de miles de kilómetros de las ruinas de Oriente Próximo?
Algunas personas construyen sus relaciones con el mundo basándose en un resentimiento personal por una injusticia cometida contra ellos personalmente. Esto moldea y define sus opiniones políticas y su visión del mundo. Los llantos personales opacan su capacidad de ver el mundo. A veces, esto los convierte en monstruos.
La mayoría de las tragedias de la historia (con «t» minúscula hasta ahora) podrían haberse evitado si hubiéramos aprendido a enfrentar las cosas que nos duele ver, sin desviar la mirada. Y después, tratar de entender. No distraernos de lo que nos ocasiona dolor con diferentes tipos de anestesias, sino buscar sus causas y su tratamiento, porque todo dolor es una advertencia de peligro para un organismo vivo. La tragedia ucraniana habría sido imposible si los ucranianos hubieran visto a tiempo la advertencia en el espejo múltiple de Yugoslavia, Libia, Siria y del resto de víctimas del mismo verdugo.
Además, es imposible entender la historia de estos dos últimos años sin haber viajado a Donbass para ver su rostro destrozado por otra guerra, la invisible, la que ha costado tanta vida, la de sus más de 15.000 muertos invisibles para aquellos que nos dan clases de humanismo. La que empezó ocho infinitos años antes de la Operación Militar. Recordemos también que unos días antes del 24 de febrero del 2022, el ejército ucraniano inició un masivo ataque de artillería contra las que todavía eran repúblicas independientes de Donbass. Conociendo el proceder de los batallones nazis del ejército de Kiev, tenemos todos los fundamentos para afirmar que esta acción militar rusa se hizo para evitar en el Donbass lo que en los posteriores dos años vimos en Gaza: arrasar a toda una población que estorba en un territorio, una tragedia que, sin duda, también habría sido invisibilizada por los medios.