La democracia no es una exaltación popular ni una simple suma de mayorías. Es un entramado complejo de instituciones, normas, procesos y contrapesos que permiten a la ciudadanía participar, influir y controlar el poder sin que este derive en tiranía.
La democracia no se define por sus fines —bienestar, justicia, igualdad—, sino por sus procedimientos: el respeto a las reglas del juego, la transparencia, la rendición de cuentas y, sobre todo, la alternancia pacífica en el poder.
Los populismos tienden a socavar precisamente esos procedimientos. Una vez en el poder, menosprecian la división de poderes, hostigan al periodismo independiente y reconfiguran las instituciones para perpetuar su hegemonía. Ejemplos abundan: el control mediático en Venezuela, la erosión del poder judicial en Hungría, la captura de organismos electorales en Turquía, o el intento de subversión institucional en EE. UU. bajo Donald Trump. El patrón es claro: se usa el voto para desmontar la democracia.