Corríamos para llegar primero. Era una cancha con gradería móvil para 200 personas, los demás, sentados alrededor en piedras y taburetes, era nuestro estadio.
Mientras en el país se vivía la fiesta del fútbol profesional que apenas seguíamos por la radio, un dirigente de esos que surgen de entre los sectores más populares, hizo una marcha cívica, invitando a llevar un ladrillo y entonces la polvorosa cancha vivió su inicio de estadio…
Importaba que allí jugaban nuestros ídolos del fútbol local, salidos de las barriadas de Cándido, Granjas o Campo López, y que caminaban las calles como nosotros. Corríamos a verlos al intento de emular su condición deportiva.
Soñamos un día a la selección Colombia y los equipos profesionales que movían emociones, queríamos una oportunidad para verlos aquí en nuestra cancha, en nuestro estadio.
Dos décadas después, los juegos nacionales trajeron una obra asombrosa, un estadio con todos los servicios y condiciones, graderías, camerinos, cabinas de prensa, total gramado y pista atlética. Una colorida y novedosa coreografía montada por el profesor ecuatoriano Ernesto Armendáriz nos hizo felices y nos puso a vivir una realidad soñada en nuestro nuevo estadio de fútbol. Motivados fuimos a sus graderías ver a nuestros equipos regionales y fuimos a su grama a jugar allí y satisfacer el sueño de todos.
Una década después, la notabilidad de un equipo profesional se hizo presente, el Club Atlético Huila, una respuesta de la dimensión política y humana en la conexión y aprovechamiento de un escenario público en el que confluye lo social.
La primera división del futbol profesional en la ciudad marco un proceso de evidente civilización, estadio, equipo, aficionados y tantas quimeras volviéndose realidad, nos sentimos una sociedad moderna y no era de cuento, era palpable y de gran valor.
Fungimos como el tercero en “la teoría del tercero”, el que no juega porque es el destinatario del triunfo y la derrota, los hinchas, los seguidores que entre alegrías y tristezas construyen una idílica relación que hace fanaticada y con ella pasión por el fútbol y también por la vida, una vida que son los niños que hacen el futuro en el estadio que nos pertenece como comunidad en lo público.
Lo semiótica del fútbol que pasa por el gol, el balón, la cancha, los uniforme y todo ese marketing que liga desarrolló en las prácticas de cualquier sociedad se hizo evidente, con estadio y equipo profesional de fútbol, llegamos a donde llegamos, vinieron los sentires, las pasiones y las interpretaciones humanas que nos trasforman desde el nexo de lo humano y lo público, y cuando lo público confluye, arrastra todo, hasta lo que no es público lo hace parecer público. El estadio es público pero el equipo no. El estadio se convierte en el medio simbólico que nexa lo público – privado y lo hace ganancioso, si tienes estadio, tienes equipo, sin uno no es posible el otro.
La tragedia que nos dejó sin estadio pasa la década y la corrupción política y dirigencial han limitado renovar el sueño de hombres y mujeres, se perdió un símbolo de ciudad y también la posibilidad como práctica social de volver al estadio. Se acabó.
Los responsables se escudaron comprando prensa, generaciones fueron condenadas a claudicar su sueño, el de su estadio. La vida práctica del entorno se desvaneció y hasta el equipo se fue al descenso y pronto desaparecerá, es una consecuencia inalterable.
Los procesos pasionales en la construcción de lo público trascienden especial importancia porque explican como el individuo se fortalece y se adapta para asumir su rol en la sociedad.