El primer ministro húngaro, Víctor Orbán, anunció que las madres con dos o más hijos quedarían exentas del impuesto sobre la renta de por vida. Este es el último y más ambicioso intento de su gobierno por revertir el declive poblacional de Hungría. Aborda un problema que acecha el futuro de Europa: la cada vez menor disposición de las mujeres europeas a tener hijos.

La caída de la natalidad no es exclusiva de Europa: China, Japón y Corea del Sur tienen entre las tasas de fertilidad más bajas del mundo. La caída de la natalidad es común a todas las sociedades prósperas. Hasta ahora no se ha considerado un problema, sino la solución, natural o planificada, al problema maltusiano – relación entre la población y los recursos- de la superpoblación que no es un problema solamente de Europa.
En la obra » La Decadencia de Occidente» (1917), Oswald Spengler predijo que Europa estaría dominada por «el hombre estéril y la mujer infértil». Recientemente, Niall Ferguson observó que «Europa se está despoblando a un ritmo sin precedentes desde la Peste Negra».
El 10 de junio de 2025, el Fondo de Población de las Naciones Unidas confirmó que las tasas de fecundidad en los países europeos están muy por debajo de la tasa de fecundidad total de reemplazo de (2,1); Reino Unido, (1,5), Francia (1,6) y Alemania (1,5). En resumen, nuestras sociedades producen muy pocos bebés y demasiados jubilados. Si esta tendencia continúa, las poblaciones europeas se extinguirán.
El crecimiento de la población europea se ha desacelerado durante algún tiempo, pero solo recientemente la tasa de natalidad ha caído por debajo de la tasa de reemplazo. En el siglo XIX, la población europea se duplicó, pasando de 200 millones a 400 millones, con una tasa de crecimiento anual del 0,77 %, con una inmigración insignificante. La población actual de Europa se sitúa en torno a los 745 millones; desde 1990, el crecimiento poblacional se ha desplomado hasta casi cero (alrededor del 0,08 %).
De seguir las tendencias actuales, la población europea alcanzará su punto máximo el próximo año y luego iniciará un declive a largo plazo hasta situarse por debajo de los 600 millones para 2100.
La caída de la fertilidad habría sido mucho mayor sin la inmigración. Entre 110 y 150 millones de personas de fuera de Europa se han establecido en países europeos desde 1950, y la inmigración neta se volvió decisivamente positiva desde 1990 y ha impedido que muchas poblaciones europeas disminuyan drásticamente. Europa cuenta con 87 millones de residentes nacidos en el extranjero. El mantenimiento de la población en Europa depende cada vez más de un flujo continuo de inmigrantes no europeos, una dinámica que plantea profundos interrogantes para la economía, la cohesión social, el deber moral y la propia definición de las comunidades nacionales.
El descenso de la natalidad en Europa ha suscitado dos respuestas. Los liberales han buscado el rejuvenecimiento poblacional mediante la inmigración: los inmigrantes impulsarán la población al tener más hijos que los habitantes autóctonos. En cambio, la Hungría de Víctor Orbán ha seguido la estrategia pronatalista más ambiciosa de Europa: su respuesta no es más hijos, sino más niños húngaros. ¿Cuáles son los argumentos de ambos bandos?
Desde la Segunda Guerra Mundial, las empresas europeas han presionado constantemente a favor de una alta inmigración para cubrir la escasez de mano de obra, habilidades y emprendimiento, y como forma de reducir la presión salarial en condiciones de pleno empleo. A pesar de la oposición popular, el flujo de entrada ha continuado e incluso se ha acelerado. En Gran Bretaña, por ejemplo, la inmigración neta entre 2013 y 2024 ascendió a 5 millones, últimamente mayoritariamente procedente de fuera de Europa; esta inmigración financió prácticamente la totalidad del modesto crecimiento del PIB británico durante ese período.
El argumento a favor de la inmigración es que cubre las carencias del mercado laboral, impulsa la tasa de natalidad (los inmigrantes no europeos suelen tener familias más numerosas) y reduce el perfil de edad de la población, aliviando así el presupuesto destinado a la sanidad y a los gastos de las pensiones. Sin embargo, no está nada claro que una mayor inmigración solucione el problema de la población. El economista de Cambridge, Robert Rowthorn, ha argumentado que la inmigración como política demográfica es insostenible. Los jóvenes inmigrantes acaban envejeciendo, y a menos que el país de acogida siga importando un número cada vez mayor de nuevos migrantes cada año, la estructura demográfica volverá a su perfil anterior. En palabras de Rowthorn, «el rejuvenecimiento mediante la inmigración es una espiral sin fin».
Más allá de la economía, existen profundas consecuencias sociales. La inmigración a gran escala tensará el tejido social si supera la capacidad de una sociedad para integrar a los recién llegados. Los europeos pueden estar menos dispuestas a pagar impuestos a un sistema que, según perciben, apoya a extranjeros a costa suya, y el apoyo político a la redistribución o a los bienes públicos puede disminuir fácilmente. El descontento social es más profundo. David Goodhart, “la mayoría preferimos a los de nuestra especie”. La pérdida de una narrativa nacional, alimentará la política populista. Existe una creciente reacción de los votantes contra la inmigración descontrolada, desde el voto por el Brexit en el Reino Unido hasta el auge de los partidos antiinmigración en toda Europa. La conclusión es que, si bien el crecimiento económico a través de la inmigración puede atenuar el resentimiento social, no puede eliminarlo por completo si se ignoran otros requisitos para la armonía social.
¿Cuál es la alternativa?, el pronatalismo – poblaciones nativas tengan familias más numerosas-. Francia en 1939 estableció subsidios familiares, exenciones fiscales para familias numerosas, prestaciones por maternidad y restricciones al acceso a la anticoncepción y al aborto.
El gobierno de Orbán, rechaza la inmigración masiva como solución al declive poblacional; su lema ha sido “no a la migración, sino más niños húngaros”. Meloni, ha prometido aumentar la tasa de natalidad anual italiana de 350.000 a 500.000 para 2033; en Polonia la Ley y Justicia ofreció pagos en efectivo a todas las familias por cada segundo hijo o hijos subsiguientes.
Orbán ha implementó recortes de impuestos, subsidios para vivienda, préstamos a bajo interés e incluso subsidios para vehículos. Hungría destina actualmente alrededor del 5% de su PIB a subsidios para familias numerosas. La tasa global de fecundidad (TGF) de Hungría alcanzó un 1,23 hijo por mujer en 2011 y en 2024, ascendido a 1,56. Un aumento significativo. Hungría pasó de tener una de las tasas de fecundidad más bajas de Europa a aproximadamente la media de la UE (la TGF a nivel de la UE es de aproximadamente 1,5).
En resumen, a pesar de gastar miles de millones de euros, Hungría no ha provocado (al menos no todavía) nada parecido a un baby boom. El gobierno insiste en que sus medidas pronatalistas son inversiones a largo plazo y que se requiere paciencia. Argumentan que los cambios demográficos pueden tardar una generación en materializarse realmente, y que los primeros años son para sentar las bases.
Es importante distinguir entre mantener la población europea y mantener la población de Europa. La solución migratoria, que busca lo segundo, es puramente secular: su objetivo es mantener la población en Europa, no mantener el número de europeos. Las políticas pronatalistas cuentan con un fuerte respaldo de la Iglesia Católica Romana.
El papa Francisco instó repetidamente a los gobiernos europeos a promover políticas sólidas a favor de la familia: empleos estables, vivienda asequible, guarderías asequibles y un mayor apoyo a las mujeres que concilian el trabajo y la maternidad. Esto se acompañó de una fuerte crítica al consumismo. El papa Francisco rechazó la visión liberal de que era una consecuencia natural de la prosperidad y la emancipación femenina. En efecto, se preguntaba: ¿Quién en su sano juicio querría traer hijos al mundo que estamos construyendo para ellos?
El papa Francisco enfatizó el imperativo moral de acoger a los inmigrantes, describiéndolos como “los hijos que no queremos tener”. Sin embargo, aunque la Iglesia pueda ser indiferente a la composición étnica de una población, no puede serlo a su afiliación religiosa. En la práctica, por lo tanto, la Iglesia se compromete a mantener una población específicamente europea.
¿Qué deberían hacer entonces los europeos? La perspectiva liberal sostiene que la disminución de la fertilidad es consecuencia de la prosperidad económica, una mejor educación y una mayor variedad de estilos de vida para las mujeres. Es una señal de progreso, y un deseo urgente para aquellos países pobres cuyas tasas de natalidad superan sus tasas de reemplazo. Si la disminución de la fertilidad en Europa deja vacantes en servicios que deben ser cubiertos, estas deberían ser cubiertas por inmigrantes, en beneficio tanto del país de acogida como del migrante. La mayoría de los liberales no querrían hacer mucho más para combatir la pobreza en Europa que facilitar que una mujer (o una familia) elija tener hijos, por ejemplo, proporcionando cuidado infantil desde el nacimiento.
En contraposición a esto se opone la opinión de que la disminución de la fertilidad es un signo de desesperación, no de liberación. Cuando una sociedad pierde la voluntad de reproducirse, se encuentra en serios problemas existenciales. Europa hoy parece peligrosamente cerca de esa condición. La cuestión demográfica no se trata solo de cifras, sino del futuro de las naciones como culturas vivas. Ninguna solución técnica puede sustituir la pérdida del deseo de seguir viviendo.
Las naciones europeas deben tomar medidas activas para que la formación familiar no solo sea más viable, sino también más atractiva moralmente, tanto en términos de deber individual como de orgullo civilizacional. La única solución verdaderamente duradera a la crisis demográfica de Europa será aquella que restaure el orgullo de ser europeo en sus ciudadanos. Si eso no sucede, se acabará la historia europea.