Robert Allen Zimmerman abrió los ojos al mundo desde su vista remota de Duluth, Minnesota, pero nadie ha logrado descifrar su acertijo. Una esfinge, un profeta, el oráculo de una generación y sus utopías.
Una máscara, coherente y contradictoria, abierta a mil interpretaciones, ninguna de las cuales puede ser exacta. «Todo lo que puedo hacer es ser yo mismo, quienquiera que sea»/los40.com
Apagó las velas en su villa de Malibu, activo como siempre, de hecho, Forever Young, para citar la canción de cuna que escribió en 1973. Incluso a costa de combatir esa molesta artritis, que ya no le permite coger la guitarra, y suavizar su inconfundible voz – ya descrita por David Bowie como «arena y pegamento» – en una declamación más tenue, como en su último álbum «Rough And Rowdy Ways», lanzado en plena pandemia.
Bob Dylan ya no es solo el juglar del folk, el bardo de la contracultura estadounidense, el padre de la composición moderna. Es una idea, un concepto, que ha penetrado en la cultura occidental con una omnipresencia única y al mismo tiempo indefinible. En 2016 intentaron torpemente catalogarlo, comparándolo con Homero, Ovidio y los visionarios del romanticismo.
Bob Dylan es mitología. Hoy como hace sesenta años, cuando aterrizó en Nueva York para tocar en los humeantes clubes de Greenwich Village siguiendo los pasos de su ídolo Woody Guthrie.
125 millones de discos vendidos, diez premios Grammy y el Oscar en 2001 por «Las cosas han cambiado» de la película «Wonder Boys». Aún así, el Bob sin fin-para citar su famoso lema-filosofía del recorrido infinito- nunca permanece inactivo. Incluso en el último año, en el que medio mundo se ha encerrado encerrado, el inefable Zimmermann ha dejado su huella, componiendo el nuevo álbum y vendiendo su catálogo de música a Universal Music por 300 millones de dólares.